viernes, 31 de marzo de 2017

"El ladrón de vírgenes", por David de Juan Marcos.


Después de quince años de misteriosa ausencia, Andrés Pajuelo regresa a su casa para proyectar el robo de una serie de valiosas obras de arte religioso. Para ello necesitará la ayuda de sus dos hijos, del melindroso prometido de su hija y de un enigmático gigante experto en teología y en arte sacro. Cuando todo parece estar listo para ejecutar el último y más lucrativo de los robos, es acusado de varios asesinatos. Para sorpresa de toda su familia, Andrés reconocerá al instante su culpa ahorcándose en público.

El ladrón de vírgenes es una reflexión sobre las mentiras que encierra toda religión y sobre la importancia de la religiosidad en la condición humana. Un análisis sobre los límites de la traición, la lealtad y la fuerza de las promesas. Un certero homenaje a la tradición oral de contar historias.


Cómo nos dejamos engañar a veces por las primeras impresiones. Me ocurrió con “El ladrón de vírgenes” que al recibirlo y tocarlo por primera vez, me transmitió la sensación de que era una novela pequeñita. Su portada monocromática, una edición bastante modesta y la firma de un autor no demasiado conocido me llevaron a pensar que quizá estábamos ante una historia de las mismas características. Por eso, quizá, fue mayor mi sorpresa al toparme con unas primeras líneas que me dejaron temblando. Por lo que transmitían y por lo bien escritas que estaban.

Cómo iba a saber que aquel hombre traía la muerte consigo. Debí darme cuenta por su olor a cebolla rancia. Debí darme cuenta cuando la leche cuajaba a su paso en los cubos de metal. Cuando las palomas morían desplumadas por la tiña, o porque allá por donde pasaba doblaba los racimos y dejaba una pestilencia a plomo de preludios de tormenta de verano.

En mi caso, era la primera vez que me topaba con las letras de esta autor, y mi sensación inicial fue de sorpresa. Qué bien escribe David de Juan. No es sólo el riquísimo vocabulario que maneja, el uso de las metáforas, su forma de ambientar… No es sólo eso, claro, sino el buen gusto con el que lo hace, la forma en la que mima cada pasaje, la elección de cada palabra, armando una prosa bellísima donde nada parece fortuito pero, a la vez, fluye con naturalidad, dando lugar a un estilo narrativo que no es sencillo pero que tampoco está vetado a nadie.

Me ha sorprendido también la recreación que el autor hace del mundo rural al que vuelve Andrés Pajuelo. Un pueblo pequeño, en los años de la posguerra, en los que las arraigadas creencias de sus gentes acaban convirtiendo al lugar en un nido de maledicencias, rumores y miedos.

Y de ese ambiente se vale David de Juan para poner sobre el tapete la religión, que en este caso es una como podría ser cualquier otra, porque las cuestiones que nos propone valen para todas. A través de la voz, sobre todo, del gigante Julio Ramón Ortega, miramos la religión desde distintos prismas: como acto de fe que nos ayuda a caminar hacia adelante, pero también como instrumento de manipulación, para inculcar el miedo. Unas creencias que nos exigen despojarnos de lo material mientras se idolatran iconos que cuestan mucho dinero del que se mueve en este mundo.

“Escucha, Cirilo, la Iglesia nos dice que el amor es el motor del mundo, pero mucho más fuerte que el amor, enormemente más intenso y omnipresente es el miedo. Claro. El miedo lo cubre todo con su velo de prejuicios, manías, caprichos, ciega el ánimo como una noche sin estrellas ni luna. El miedo, querido patriarca de Alejandría, es lo que tenía en mente Dios cuando se sentó a inventar lo más terrible.”

No quería terminar mi reseña sin hacer una mención a los personajes que ha creado el autor para esta historia. Sobre todo porque estamos ante una novela coral que no alcanza las doscientas páginas, con las que sin embargo, David de Juan se basta, no sólo para construir a sus personajes, sino también para dotarlos de profundidad y ahondar en su psicología. Para envolverles a todos en el velo de la miseria, la maldad, la culpa, la locura y la pasión, a cada cual lo suyo.

Como veis, me ha sorprendido de forma muy grata “El ladrón de vírgenes”, una novela que podría ser casi un thriller de tono pausado si no fuera porque su trama es, sobre todo, una excusa para hablar de otras cosas. No gustará a todos, pero sí es una apuesta segura para los que disfrutan de una buena narración y tengan ganas de descubrir la potente y novedosa voz de David de Juan Marcos.

martes, 28 de marzo de 2017

"Subsuelo", por Marcelo Luján.



Un cuerpo vivo que se cambia por un cadáver. Una piscina. Un flash. El pantano. Y los mellizos, que comparten un secreto del que no parece fácil escapar. Como un murmullo bajo la tierra centenaria, la indiferencia adolescente se puede ver truncada por la calma del agua; apenas un instante dentro de aquella noche que suda veneno. Familia, recuerdos, pasado. Hormigas. Las raíces escondidas que siempre están presentes y tan activas: apretando el músculo de la sentencia. Como el pulso a dos manos que obliga a soluciones suicidas. Como el cordón umbilical que une y separa, que ata y aprieta. Hasta la muerte. Hasta la culpa. Dos veranos son suficientes para que la parcela del valle se convierta en el escenario de una perfecta tortura emocional. 





Pocas veces me he encontrado una sinopsis tan acertada  como la que se lee en la contraportada de “Subsuelo” y que os dejo aquí arriba. Porque incita a leer sin desvelar pero, sobre todo, es representativa de lo que se halla dentro de ella, fiel a su contenido. En el tono, en lo sombrío, en su lenguaje afilado.

La novela de Marcelo Luján es lo que ahí leéis. Es una historia sobre la culpa, la pérdida, la maldad y el miedo. Acerca de cómo se vive cargando con todo eso que yace en el subsuelo de nuestra conciencia, que bulle como las hormigas que pueblan el jardín de la parcela en la que ocurrirá casi todo lo que ha de ocurrir. De cómo tirar para adelante sin arrancarse los recuerdos a manotazo limpio, aprendiendo a sobreponerse, a que los demás no noten lo que se nos mueve dentro.

La magnífica prosa de Marcelo Luján dota a esta historia de un peso que quizá no tendría en otras manos. Porque “Subsuelo” es la gran novela es, sobre todo, por cómo está contada. No es Luján el primero, ni el último, que pretende abordar a través de sus personajes conceptos tan complejos. Pero sí es la primera vez que me encuentro con un estilo narrativo tan peculiar, duro, de los que aprietan, incómodo y a la vez cargado de lirismo y belleza. Luján juguetea con los tiempos verbales, se vale en ocasiones de la narración en futuro para inquietar, para hablar de lo que ignoramos que va a venir. Una narrativa sin apenas diálogos, en la que estos se intuyen solo por una mayúscula que aparece en mitad de una frase. Recursos que Luján usa a su antojo para que sobre ti, lector, caiga todo el peso de su historia.

"Pensó en sus hijos y en Ana y en los hijos de Ana. Y pensó No puede pasar de nuevo. Y dijo, como si intentara convencerse o como si le hablara a otra persona, Ya no puede pasarnos nada más. Lo negó muchas veces con las manos clavadas en el canto de la encimera y los ojos probablemente inútiles [...] Giraban y se movían y se acercaban todos los actores. Y no lo pensó porque nadie lo piensa nunca ni mucho menos lo pronuncia, pero ya se sabe que las cosas siempre pueden ser peor."

Una historia poblada de personajes, una galería encabezada por los mellizos, por Fabián y Eva, que tiran de la cuerda que nos conduce al resto: su familia, sus amigos. Los que reciben la onda expansiva cuando se produce el punto de inflexión en el que todo cambia, cuando la vida se da la vuelta y lo pone todo del revés. Personajes tocados por la maldad, por la desgracia, que crean pasajes que, a menos a mí, me han resultado muy duros en el plano emocional.

Todo ello envuelto en una atmósfera cerrada, opresiva y agobiante, que apenas deja una rendija de aire por la que respirar. Una ambientación en la que reinan los secretos, las incertidumbres, la falta de fe.

“Subsuelo” es una novela que no me voy a cansar de recomendar a aquellos lectores que se atrevan con ella. Sugestiva, perturbadora, una historia difícil que calificar que bucea en los entresijos de una familia acomodada para hallar lo que se esconde bajo su apariencia modélica. Luján indaga en lo que yace debajo y emerge cuando rascas la brillante y aparentemente sólida superficie. Lo que nadie quisiéramos ver.

jueves, 23 de marzo de 2017

"El último akelarre", por Ibon Martín.

Bilbao se prepara para una noche festiva cuando un macabro asesinato atrae todas las miradas hacia la imponente chimenea del parque de Etxebarria. Un joven estudiante de la Universidad de Deusto pende envuelto en llamas de su vieja estructura de ladrillo. La elección del momento y el lugar apunta a un crimen ritual.

La escritura Leire Altuna y la ertzaina Ane Cestero dirigirán una investigación en la que se enfrentarán a grupos neonazis, sectas destructoras y demoledoras intrigas familiares.

Siempre es un placer reencontrarse con autores y personajes que nos han regalado buenas historias, y en mi caso, Ibon Martín es uno de ésos valores fijos. Después de “El faro del silencio” y “La fábrica de las sombras”, el autor vasco nos lleva de nuevo al norte y nos sumerge en una novela negra que, a mi parecer, es aún mejor que las anteriores. Os cuento por qué.

En “El último akelarre” nos encontraremos con dos líneas temporales, una ubicada en la actualidad y protagonizada por nuestra intrépida y sagaz escritora, Leire Altuna; y otra ambientada en los inicios del siglo XVII, con El Santo Oficio haciendo de las suyas en España. Aunque esta segunda línea temporal ocupa mucho menos espacio en el grueso de la novela, creo que casi todos los que hemos participado de esta lectura conjunta hemos coincidido en lo mucho que nos ha gustado. Tanto María, el personaje principal, como la narración de esa persecución atroz que muchos inocentes sufrieron a manos de la Santa Inquisición, dotan a la novela de un mayor dinamismo y, en mi caso, interés. Y es que el tema de las brujas me seduce, para qué negarlo. Quizá sea esa una de las razones que ha hecho que esta novela me haya parecido mucho mejor que sus predecesoras. Pero ya os adelante que no es la única.

Otro de los aciertos de “El último akelarre” es su fabulosa ambientación que, aunque es un aspecto que ya destacaba en las anteriores entregas, aquí me ha parecido redonda. De la mano de Leire y María, recorremos la costa vasca, desde el Nervión hasta los últimos caseríos de la frontera con Francia, con estancia en la encantadora y misteriosa Zugarramurdi. Martín se explaya en la descripción de colores, olores, sabores incluso, dotando a sus escenarios de un inmenso protagonismo, y haciendo que el lector se sienta parte de ese lugar. Se percibe en general una madurez en el estilo narrativo del autor, que maneja cada vez mejor los tiempos y la información.

En cuanto a los personajes, tengo que confesar que el de la ertzaina Ane Cestero nunca ha sido de mis favoritos. Por eso, creo que la novela se beneficia de su pérdida de protagonismo. Y es que nuestra intrépida Leire no necesita ya de ningún salvoconducto que excuse su presencia allá donde haya un crimen. La Jessica Fletcher de la costa vasca tiene un imán para detectar posibles escenarios, y huele la sangre a distancia, aunque luego no resulta tan avezada a la hora de dar con el criminal en cuestión. No le demos más vueltas. Creo también que es bueno para el desarrollo de la novela que su situación familiar pase a segundo plano y se centre más en la investigación, como ocurre “El último akelarre”.

Cabe destacar también la intensa labor de documentación que ha llevado a cabo el autor en lo referente a la persecución que sufrieron los vecinos de los valles del Baztan y Bidasoa por parte de los inquisidores. Incluso se conservan en la historia los nombres originales de los miembros del Santo Oficio o algunas de las acusaciones que se recogían en la época con la intención de añadir veracidad a una historia que, al menos a mí, me ha puesto la piel de gallina en más de una ocasión.

No puedo dejar de recomendaros a este autor y esta novela en particular, que podéis leer con total tranquilidad incluso si no conocéis las anteriores. Una novela que aúna intriga y un poquito de ficción histórica, aderezada por una magnífica ambientación y una trama compleja y muy bien hilvanada que gustará sin duda a los que frecuentan el género pero también a aquellos que no son devotos de la novela negra y que buscan, simplemente, una buena historia.

martes, 21 de marzo de 2017

"Almas grises", por Philippe Claudel.

“Todo este tiempo ido, que las palabras no harán volver jamás, y también los rostros, las sonrisas, las heridas… Pero aún así debo intentar decirlo. Tengo que abrir el misterio con bisturí, como si fuera un vientre, y hundir en él las dos manos, aunque nada cambie nada de nada.”

Mi deuda con Philippe Claudel  viene de lejos. Hace ya unos años que llegó a mis manos un ejemplar de su novela “La nieta del señor Linh”, que empecé en su momento y con la que sin embargo no llegué a avanzar. No sé si fui yo, si fue el instante, pero se me quedó la espinita clavada, pues era una de ésas historias en las que uno ha puesto sus expectativas de una forma especial. Desde entonces, me he ido encontrando con Claudel de cuando en cuando, en librerías, bibliotecas, prensa, y siempre le he sentido como una asignatura pendiente. Hasta que casi sin darme cuenta, salí de la biblioteca con un ejemplar de “Almas grises”. Ya hemos saldado nuestra cuenta pendiente, y de qué manera.

En Diciembre de 1917, con la I Guerra Mundial sonando de fondo, el cuerpo sin vida de una hermosa niña aparece flotando en el canal en un pequeño pueblo del norte de Francia. A la escena del crimen acuden un policía, un juez instructor y un militar. En este mundo provinciano, el asesinato de la pequeña Belle suscita innumerables sospechas, despierta viejos rencores y sacude un orden social que se tambalea.

“Almas grises” en el relato, veinte años después del asesinato de la niña, del policía a cargo del caso. Un narrador que no se limitará a contarnos qué ocurrió, a quien señalaron los indicios o qué cree él que ocurrió en realidad, sino que nos invita a un recorrido por los diferentes rostros de la condición humana. Un recorrido en el que los rostros de los inocentes y los verdugos se mezclan y cambian de lugar, dejando al descubierto el hecho de que nadie es solamente una u otra cosa, sino que todos nos movemos en una amplia escala de grises.

“Las cosas no son ni blancas ni negras, lo que reina es el gris. Los hombres, sus almas…, pasa lo mismo. Tú eres un almas gris, rematadamente gris, como todos nosotros…
- Eso no son más que palabras…
¿Y qué te han hecho las palabras”.

No hallaréis en esta novela de Philippe Claudel nada que la asemeje a la novela negra o policíaca, a pesar de la sinopsis. La muerte de Belle no es más que una excusa para que el autor haga desfilar a un cortejo de almas en pena, una galería amplísima de personajes capaces de exhibir lo mejor y lo peor del ser humano. Desde la figura del narrador hasta la de la niña cuyo cuerpo flota a la orilla del río, pasando por el fiscal Destinat, que repartió tanta muerte en forma de condena; la maestra Lysia Verhareine, cuya sonrisa petrificaba el rostro de unos hombres para los que la mera idea de la mujer se había convertido en un insulto demasiado hermoso; todos ellos conforman sólo una excusa para hablar de lo bello y las miserias con las que nos topamos día a día, aunque aquí ya no suenen cañones de fondo.

La prosa de Claudel es tan hermosa que a mí me cuesta hablar de ella, no me alcanzan las palabras para describirla. Es una de ésas formas de escribir en las que uno quiere cobijarse, en las que carece de importancia lo que nos está contando, da igual cuan profundo o relevante sea. Uno sólo quiere quedarse embelesado en esa forma de narrar, que a veces es lírica hasta lo doloroso y que puede volverse, sin embargo, repentinamente descarnada en la línea siguiente.

“Puede que necesitara eso, una epopeya, para convencerme de que la vida, en el fondo, tiene un sentido, de que (…)  he hecho bien en posponer mi partida tantas veces, apartando en el último momento el cañón de la carabina de Gachentard, que me metía en la boca las mañanas en que me sentía vacío como un pozo seco.”

A través de sus apenas doscientas páginas, Claudel nos conduce a un final inesperado, que sacude los cimientos del lector y de la narración previa, y te obliga a hacer trizas el esquema, el orden mental, que habías establecido para con esa historia. Y te recuerda una vez más que los tonos blancos y negros apenas existen en su forma más pura, sino que ambos se difuminan y emborronan, creando claroscuros, seres grises como nosotros, que seremos culpables e inocentes, ambas cosas, uno u otro día.

miércoles, 15 de marzo de 2017

"El baile de las luciérnagas", por Kristin Hannah.

Es muy probable que si tuviésemos que elegir unos pocos nombres que representaran el éxito editorial en el pasado año, Kristin Hannah apareciera en todas las listas. “El ruiseñor” unificó los criterios de críticos literarios, blogueros, usuarios de Goodreads y demás fauna. Todo el mundo se rindió ante la pluma de la autora estadounidense, y su novela fue elegida la mejor del año en varios círculos lectores. Así que cuando surgió la ocasión de leer “El baile de las luciérnagas”, con un título tan sugerente y firmado por una autora a la que tenía tantas ganas de conocer, me lancé a por él. Y mis impresiones finales han sido de lo más dispares, la verdad.

Asistí embelesada al desarrollo de la primera parte de la novela, ambientada en los maravillosos setenta, llena de color, buena música y humo de la felicidad. La agradable narración de Hannah, centrada en la infancia y primera juventud de sus protagonistas, Katie y Tully, prometía una buena lectura.

Y sin embargo, en la segunda parte, la novela pierde algo de ritmo, centrándose en los años en la universidad de las jóvenes. Ambas van forjando su personalidad, y desde este punto en adelante, Hannah decide llevar a ambas por caminos opuestos, obligándolas a elegir entre el éxito laboral y la apacible vida familiar, sin término medio. Y yo, sinceramente, habría agradecido unas pinceladas de gris, algún tono medio, entre tantos blancos y negros.

Ya en la vida adulta, los caminos de nuestras dos protagonistas siguen marcando su tendencia a los extremos y a Hannah se le va de las manos el éxito de una y la triste vida de fregona de la otra. Y aquí ya todo es excesivo. Demasiado brillo, demasiadas portadas, demasiado champán en un lado; demasiada tristeza al otro. En ninguno de los dos casos me lo he acabado de creer.

La prosa de Hannah me parecido cuidada, elegante y sencilla, en ocasiones delicada y con gusto por los detalles. Adereza con acierto las distintas épocas por las que pasan Kate y Tully con referencias a la música, la televisión y la cultura de ese tiempo, a pesar de caer de cuando en cuando en algún cliché.

Y ya al final, cuando sus dos personajes ya han madurado, cuando se han alejando tanto a los extremos que han perdido todo aquellos que las unía, Hannah decide sacarse de la manga un final que personalmente no me ha gustado. No lo ha hecho porque me ha parecido un recurso simple, facilón y previsible para conmocionar al lector y cerrar una brecha que no habría podido cerrarse de ningún otro modo.

A pesar de todo ello, ha sido, en general, una lectura agradable y sencilla, a la que quizá esperaba sacarle algo más de partido pero que, aunque no ha colmado mis expectativas, no me ha quitado las ganas de leer “El ruiseñor”. 

miércoles, 8 de marzo de 2017

"Nada se opone a la noche", por Delphine De Vigan.


Después de encontrar a su madre muerta en misteriosas circunstancias, Delphine de Vigan se convierte en una sagaz detective dispuesta a reconstruir la vida de la desaparecida. Los cientos de fotografías tomadas durante años, la crónica del abuelo de Delphine, registrada en cintas de casete, las vacaciones de la familia filmadas en súper ocho o las conversaciones mantenidas por la escritora con sus hermanos son los materiales de los que se nutre la memoria. 

Nos hallamos ante una espléndida y sobrecogedora crónica familiar, pero también ante una reflexión sobre la «verdad» de la escritura, porque son muchas las versiones de una misma historia y narrar implica elegir una de esas versiones y una manera de contarla. Y esta elección a veces es dolorosa, porque en el viaje de la cronista al pasado de su familia irán aflorando los secretos más oscuros.


Me he enfrentado muy pocas veces, a lo largo de mi vida, a una lectura como la que propone Delphine De Vigan en “Nada se opone a la noche”. En todos los sentidos. La autora francesa, en un ejercicio de brutal honestidad, nos invita a recorrer la historia de su madre, y con ella, la de su familia. Aquí, Lucile es la absoluta protagonista y todo gira en torno a ella. Con exquisita discreción, De Vigan trata de reservarse un papel secundario en la narración, a sabiendas de que es un reto imposible. Reconstruir a una madre, regalarle en sus propias palabras “un ataúd de papel, el más hermoso de todos”, y hacerlo con cierto desapego, sin implicarse demasiado. Es obvio que no lo logra, por suerte para sus lectores.

“Hoy sé el estado de tensión particular en el que me hunde esta escritura, lo mucho que me cuestiona, me perturba, me agota, en una palabra, me cuesta en el sentido físico del término. Posiblemente tenía ganas de rendir homenaje a Lucile, regalarle un ataúd de papel – pues me parece el más hermoso de todos -  y el destino de un personaje. Pero también sé que a través de la escritura busco el origen de su sufrimiento…”

Porque bajo el retrato de Lucile, de su niñez plagada de pérdidas y su madurez forzada, bajo la enfermedad mental, las pastillas, el miedo… bajo todo ello, subyacen los sentimientos de una hija que se desangra emocionalmente mientras escribe. Que busca no sólo el origen del sufrimiento de su madre, sino también del suyo propio. Que necesita sobreponerse a la pérdida de una madre cuya ausencia se arrastra desde mucho antes de morir.

“Lucile se convirtió en esa mujer frágil, de belleza singular, divertida, silenciosa, a menudo subversiva […]; esa mujer fracturada, herida, humillada, que perdió todo en un día y estuvo varias veces en un hospital psiquiátrico, esa mujer inconsolable, culpable a perpetuidad, encerrada en su soledad.”

La prosa de De Vigan me ha parecido magnífica. En ocasiones me paraba para releer párrafos enteros una vez y otra, por puro placer lector. Al final esta ha sido una de ésas novelas que acaban plagadas de post-it, subrayados, colores, anotaciones al margen. Sólo maltrato de esa forma los libros que adoro. Lo dicho, la francesa exhibe un dominio del lenguaje que da lugar a una narrativa exquisita, llena de matices, riquísima, elegante, dolorosa. De Vigan elige las palabras con estudiada naturalidad, cataloga emociones, disecciona instantes con precisión quirúrgica. Pero sin anestesia, a tumba abierta.

 “Mi familia encarna lo más ruidoso de la alegría, lo más espectacular, el eco infatigable de los muertos, y la sonoridad del desastre. Ahora sé que ilustra, como tantas otras familias, el poder de destrucción del Verbo y el del silencio.

No es este un libro que me atrevería a recomendar a nadie. Su lectura te altera el estado de ánimo, te toca emocionalmente y es casi imposible salir entero de ella. La prosa de la francesa es magnífica pero no es cómoda ni apta para cualquier momento. No es un libro para llevar en el bolso y leer en el autobús, sino de ésos con los que arrebujarse en la intimidad y dejarse mecer por él.


“Escribo este libro porque hoy tengo fuerzas para detenerme sobre lo que me atraviesa y a veces me invade, porque quiero saber lo que transmito, porque quiero dejar de tener miedo de que nos pase algo como si viviésemos bajo una maldición, poder aprovechar mi suerte, mi energía, mi alegría, sin pensar que algo terrible nos va a destrozar y que el dolor, siempre, nos esperará entre las sombras.

miércoles, 1 de marzo de 2017

"Siempre hemos vivido en el castillo", por Shirley Jackson.

Cuatro miembros de la familia Blackwood han muerto a causa de una comida envenenada. Durante seis años, los supervivientes han vivido “en el castillo”, acosados por el odio y el miedo de los aldeanos.

Conocía de oídas a Shirley Jackson, tenía alguna noción de sus obras más conocidas y había leído, hace muchos años, el relato “La lotería”, que degeneró en película de sobremesa (“El sorteo”) protagonizada por una Keri Russell aún bastante insulsa y que las cadenas privadas repitieron hasta la saciedad a finales de los noventa. Todos los que tenéis más de treinta la habéis visto, aunque pretendáis olvidarlo.

La cuestión es que aquel relato, que leí tan jovencita, sembró en mí las ganas de seguir leyendo a Jackson. Han tenido que pasar casi veinte años para que ocurriera. Pero como bien dice el refrán, lo bueno se hace esperar. Y tanto. “Siempre hemos vivido en el castillo” ha sido mi primera gran lectura de este año, y el ejemplar que tengo en casa se ha ido a ese estante donde están los libros especiales.

- Siempre estaremos juntas, ¿verdad, Constance?
- ¿No estarás pensando en irte de aquí, Merricat?
- ¿Adónde íbamos a ir? – le pregunté-. ¿Dónde podríamos encontrar un lugar mejor que este? ¿Quién nos quiere, allí fuera? El mundo está lleno de gente mala.

En la casa de los Blackwood, seis años atrás, la mayor parte del clan murió envenenado por arsénico. Se salvaron Constance, la hermana mayor, que por entonces contaba con veintidós años; la pequeña Merricat, que tenía doce y que esa noche fue enviada a su habitación sin cenar; y el tío Julian, que nunca superó lo ocurrido. Desde esa noche funesta, los tres supervivientes viven recluidos en la mansión, lejos de la furia de los habitantes del pueblo. Sólo Merricat se aventura de cuando en cuando más allá de la verja que rodea la casa.

Valiéndose la de poderosa voz narrativa de la pequeña de los Blackwood, Shirley Jackson dibuja una atmósfera claustrofóbica y a un tiempo luminosa, demasiado calma. Imbuida por un sosiego que pone los pelos de punta. La gótica mansión de los Blackwood es, para los vecinos, un lugar maldito, ése sitio donde los niños juegan a ser valientes. De puertas para adentro, es el único lugar seguro.

“Merricat, dijo Constance, ¿una taza de té, querrás?
Merricat, dijo Constance, ¿quieres ir a dormir?
Oh, no, dijo Merricat, me envenarás.”

La absoluta protagonista de “Siempre hemos vivido en el castillo” es Merricat, Mary Katherine Blackwood, un personaje inabarcable e intenso que te atrapa con su narración, a ratos descarnada, a ratos lírica. Merricat es infantil, fantasiosa, hostil y cuadriculada, sensible, inteligente y retorcida, cuenta la historia como ella quiere contarla. Es capaz de amar hasta el extremo y de exhibir el odio más atroz. Ella lleva la voz cantante y uno a de someterse a sus caprichos, como lector, si quiere descubrir qué ocurrió realmente la noche en que murieron los Blackwood, y cuánto hay de cierto en el universo en que vive Merricat.

“Siempre hemos vivido en el castillo” no es una historia solamente apta para los amantes del género, sino una breve lectura que gustará a todos aquellos que disfrutan de los personajes (y las autoras) con carisma, y de las atmósferas inquietantes.