miércoles, 26 de noviembre de 2014

"El misterio de Gramercy Park", por Anna K. Green.

Qué agradable la estancia en Gramercy Park. Empezando por su prólogo, ése viaje de ida que siempre se lee con impaciencia, con un poco de inquietud, con desgana. No es el caso. La introducción de Carmen Forján es un viaje preparatorio, el suave vaivén del carruaje, un plano del lugar al que te diriges. También es un intenso retrato de la autora, Anna Katherine Green, y de su Amelia Butterworth, la gran precursora de muchas. De Miss Marple, sí. Pero también de Jorgina, la de los cinco; de la gran Jessica Fletcher, la voraz escritora y detective aficionada de “Se ha escrito un crimen”; incluso de las modernas investigadoras televisivas, de Temperance Brennan o Carrie Mathison. Amelia es una especie de matriarca cuyas descendientes son todas ésas mujeres capaces de abrirse camino en un mundo de hombres, mujeres que a la hora de investigar se rigen más por su instinto, aunque éste les obligue a caminar con el paso cambiado.

Anna Katherine Green y su Amelia Butterworth fueron antes que todas ellas. Por eso “El misterio de Gramercy Park” es, ante todo, un viaje a otra época en la que los crímenes se resolvían a través de la observación y la deducción. Cuando no había intrincados procesos científicos en los que apoyarse, y los señores detectives fumaban en pipa mientras las mujeres no se metían en según qué asuntos, y se dedicaban a vivir entre pucheros y bastidores.

Excepto si te llamas Amelia Butterworth. Entonces, ésos menesteres son secundarios.  Amelia Butterworth es el alma de la novela. Una dama de mediana edad, soltera por propia elección (¡faltaría más!); decente, culta, perspicaz. Una señorita bendecida con el don de la curiosidad, tremendamente observadora (que no fisgona, ¡faltaría más!). De agradables y correctísimos modales, sólo modificables por causas de fuerza mayor.  Quizá cabría añadir que es algo impertinente, un poco cargante a veces, pero no quiero ser yo quien ofenda a una señorita con tanta clase y buen gusto.
Cuando una noche asiste desde su ventana a la llegada de dos personas a la casa de sus vecinos, los Van Burnam, no se imagina que se verá implicada en un rocambolesco caso de asesinato. Un misterio que habrá de desentrañar, de forma oficial, el curtido detective Gryce, hombre de larga trayectoria y poco acostumbrado a las señoritas con ínfulas de investigadoras. La rivalidad entre ambos está servida.

“El misterio de Gramercy Park” es también el fabuloso retrato de una ciudad de Nueva York invadida por carruajes, caballos y damas con velo. Pero es, aún más que eso, el dibujo sutil de la sociedad que lo poblaba, de los ritos y costumbres de la época, cuando las mujeres sucumbían al desmayo a causa de la más mínima impresión o enfermaban de fiebre por amor.

Narrado en primera persona, la prosa de Anna Katherine Green comparte las bondades de su protagonista: pulcra, exquisita, propia de una dama, sin excesos. Tan deliciosa como esta edición ilustrada de la editorial D’Epoca, un alarde de buen gusto que va desde la sobrecubierta al punto y final, pasando por la calidad del papel y las ilustraciones que lo pueblan.


Si estas Navidades tenéis que hacer un regalo a un lector exigente, recurrid a D’Epoca. Seguro que no falláis.

martes, 18 de noviembre de 2014

"La última noche en Tremore Beach", por Mikel Santiago.



El bloqueo creativo es uno de los miedos, imagino, más presentes entre escritores, compositores y demás inventores de arte y entretenimiento. Cuando tu talento te da de comer no puedes permitirte el lujo de dejar de usarlo. Stephen King es uno de los autores que más ha hablado de ésas crisis creativas, dándoles protagonismo en muchas de sus historias. Quizá la más célebre sea “El resplandor”, aunque es en “Un saco de huesos” donde más presente está ése bloqueo.  Dos títulos cuyas bondades hereda esta última noche en Tremore Beach, especialmente en lo que se refiere a la ambientación: tormentas, agua y hermosos lugares aislados.

Mikel Santiago construye una novela a la americana, aunque la sitúe en la verde y esotérica Irlanda, creando lo que en términos cinéfilos sería un blockbuster de manual. Una novela en la que lo importante no es la forma ni el fondo, sino la acción y el devenir de la propia trama. Una trama bastante bien urdida de la que debéis saber lo menos posible, con un ritmo que, personalmente, no llegaría a calificar de trepidante, pero que sí se mantiene constante y ágil, incitando a seguir leyendo “sólo un poco más”.

Hay que reconocerle a “La última noche en Tremore Beach” su mérito como novela debut. La prosa de Mikel Santiago es solvente, la trama funciona (especialmente, a mi parecer, la parte onírica de la historia) y el final es coherente y acertado, aunque algo descafeinado.  Pero todo esto, repito, teniendo en mente que se trata de una primera novela.

Y es que había leído ya varias veces, no sabría decir si como estrategia promocional, como parte de alguna reseña, o en ambos lugares, que esta novela bien podría haberla escrito Stephen King o Dean Koontz. Oiga, pues no. Al menos yo no lo he sentido así. Quizá dentro de unos años ocurra, porque se apuntan buenas maneras, pero a “La última noche en Tremore Beach” le han sobrado, en mi caso, expectativas, y le ha faltado un poquito, sólo un poquito, de ritmo y tensión. También he echado en falta algo más de profundidad en los personajes que pululan alrededor de Ben Harper. Quizá por estar narrada por el protagonista, en primera persona, se nos permite profundizar plenamente en su psicología, pero nos aleja irremediablemente del resto de personajes, que quedan algo desdibujados.

A resumidas cuentas, “La última noche en Tremore Beach” ha resultado ser una de ésas novelas entretenidas, una novela para descansar, de fácil lectura, muy cinematográfica y con una ambientación bastante peculiar que es, para mi gusto, el punto fuerte de la historia. 

miércoles, 12 de noviembre de 2014

"El cielo en un infierno cabe", por Cristina López Barrios.

Me gustan los libros gordos. Los tochos. Me ponen los libros con más de seiscientas páginas. En serio. No todos, claro. Intento ser selectiva y no sucumbir por puro placer. De hecho, hace poco vi el último de Ken Follet y no me lo compré. Pero sí, me gustan mucho. Aún más si la historia que traen viene contada en un tono pausado, sin prisas, dedicando el tiempo necesario a construir, a dibujar, a ambientar, a meterte dentro. Son dos características que cuando convergen a la sombra de una buena historia… ay. Amor y éxtasis literario.

Hechas las aclaraciones pertinentes, procedo a derramar mi más absoluto entusiasmo por “El cielo en un infierno cabe”. En esta reseña vomitaré ríos de enamoramiento literario y alabaré punto por punto las bondades de esta novela, que es hermosa desde su título hasta sus últimas letras, en forma y contenido.

Dividida en dos extensas partes, la primera de ellas nos sitúa en el Toledo del año 1625, cuando Berenjena se sienta ante el Santo Oficio para relatar la historia de Bárbara, la niña que llegó una noche al hospicio en el que ella trabajaba, envuelta en un hermoso chal azul y con las manos ardiendo. Unas manos que pronto demostraron su capacidad para sanar o destruir, y que ahora yacen envueltas en trapos y cuerdas en una celda de la Inquisición, esperando tormento, muerte o libertad. Tras esta primera parte, impregnada de un frío realismo pero con ciertos toques mágicos, se sucede una segunda en la que el ritmo es algo más ágil y la trama abandona ése realismo imperante en el apartado anterior para sumergirse de lleno en el mundo de la fantasía, la magia y la alquimia. Un giro que se ha de tomar con la mente abierta para no derrapar en él.

Qué bonito escribe Cristina López Barrios. Tanto, que olvidas que estás leyendo. Su prosa se recrea en la descripción de lugares, olores, sensaciones, de una forma tan sutil, tan elegante, que la novela se acaba convirtiendo en un bombardeo sensorial, un ejercicio de inmersión brutal. La historia pasa ante tus ojos, se ve, se siente. Hueles el humo, se te enfría el cuerpo, formas parte del todo.

La ambientación es absolutamente magistral. Imagino que hay tras ella una ardua labor de documentación que está ahí, pero que no se ve. Igual que hay autores que necesitan páginas y más páginas para demostrarte cuanto han preparado su historia, cuanto han aprendido en el proceso, aquí ese trabajo está integrado de tal forma que no eres consciente de él.

Pero si hay algo destacable de esta novela, es sin duda sus personajes. Seductores, misteriosos, llenos de aristas y dualidades. No creo que nadie, al terminar la última página, sea capaz de clasificarlos en modo algunos. Bárbara, Diego, Berenjena, la hermana Ludovica, Tomás… todos ellos son víctimas de sus pasiones y sus deseos, de sus virtudes y defectos. Todos yerran, todos aman de una u otra forma.

No es una novela para devorar, ni fácilmente catalogable. No podría encuadrarla dentro del género histórico, ni romántico, ni fantástico, aunque es todo ello a un tiempo. Es de desarrollo lento, invita a ir quedándose con pequeños detalles que quizá necesitaremos más adelante. Hay que leerla con pausa, dotándola del tiempo necesario para que su atmósfera nos absorba y sus personajes terminen de dibujarse. Pero una vez dentro, no querréis salir de ella.

martes, 4 de noviembre de 2014

"En un rincón del alma", por Antonia J. Corrales.

Jimena es una mujer corriente. Puede que te la hayas cruzado en la panadería, o por la calle, parapetada tras unas gafas de sol que sirven como escondrijo. Puede que en algún día de lluvia te haya llamado la atención el paraguas rojo al que se aferra como si fuese un salvavidas. Lo que hace diferente a Jimena es que ella se ha atrevido a saltar, ha cogido impulso y ha cubierto, en un vuelo sin motor, la distancia insalvable que la separa de la rutina, del día a día, de los hijos que se hacen mayores y del marido que ahora ya sólo duerme a tu lado.

Jimena comienza una larga carta a su madre en el aeropuerto, a punto de embarcar rumbo a Egipto. Y a través de ésas letras, asistiremos a su pasado y al futuro que se abre ante ella. La prosa de Antonia Corrales, evocadora, soñadora, mágica, crea un cordón invisible que une a Jimena y al lector, dotando al relato de una intensísima intimidad.

“En un rincón del alma” cuenta una historia que es a ratos triste, descarnada, amarga; a ratos, mágica y esperanzadora. Sobre ésa compleja dualidad, la trama camina en equilibrio, sin derramarse hacia uno u otro lado.

Y por ahí camina también Jimena, una protagonista construida para llevar sobre sus hombros el peso de la novela: ella narra, predice, recuerda, reprocha. Ella es ésa alma complicada, llena de rincones y recovecos, harta de esperar, de ser lo que es. Jimena es real y es, a un tiempo, pura fantasía. 

Reales son sus motivos para dar el salto y huir: el hartazgo que produce la rutina, la soledad de una matriarca que vive rodeada de gente que se mueve a su alrededor sin verla, el querer ser algo que no es. Qué fantástica su lucha por leer “El rodaballo” de Gunter Grass, para ser más culta, para ser más lista; como si leer a ciertos autores y denostar el maquillaje y los tacones pudieran otorgarle un nuevo status de mujer realizada y plena. Jimena nunca le contaría a nadie que “El rodaballo” se le hizo bola. Prefiere llevarlo con ella, eternamente señalizado con un marcapáginas, para que todos crean que ella es mucho más que la Jimena madre, esposa, amiga, vecina y ama de casa.


Más allá de tanta realidad, también hay un poco de magia en Jimena, un algo de fantasía en su partida que dota a su historia de un aroma distinto. Paraguas rojos y bolsas de tela para transportar presagios por medio mundo, de España a Egipto, en un viaje que el lector concluye emocionado y agradecido.